En San José, donde el viajero suele moverse entre avenidas de tráfico intenso, hay un barrio que se recorre a otro ritmo. Barrio Escalante no es un centro histórico al uso ni un distrito monumental, pero se ha convertido en uno de los lugares más reveladores para entender cómo cambia la capital costarricense cuando la ciudad se mira a sí misma desde la mesa.

Lo que hoy muchos identifican como la zona de restaurantes de San José empezó, literalmente, como una finca a las afueras de la ciudad y terminó siendo un tejido urbano con parque, iglesia, residencias de mediados del siglo XX y, desde hace unos años, un eje gastronómico con nombre propio, La Luz.

De finca aislada a barrio de señorío

Edificio de La Aduana

Para comprender por qué Escalante tiene hoy esa mezcla de calma residencial y energía social, conviene retroceder más de un siglo. Fuentes históricas sitúan parte del origen del barrio en el siglo XIX, cuando el francés Léonce-Alphonse de Vars Du Martray se instaló en Costa Rica y desarrolló actividades ligadas a la explotación del palo brasil y al café. Con su esposa, Rita del Castillo, fundó una finca que acabaría ocupando buena parte del terreno del actual barrio y que fue heredada por las siguientes generaciones, conectadas después con los apellidos Escalante y Robert, determinantes en la historia del lugar.

Un detalle urbanístico ayuda a entender la geografía emocional de Escalante. En 1866 se cedió una franja de terreno para el ferrocarril y, en esa zona, la línea se divide para alimentar dos rutas, la del Atlántico y la del Pacífico. Ese cruce dejó una huella en el imaginario local y explica nombres y referencias que aún sobreviven en el área.

A finales del siglo XIX, la construcción de La Aduana, en el límite oeste del barrio, elevó el perfil de la zona en un San José que iba creciendo. Ya en el siglo XX, el proceso de urbanización se acelera y se entrelaza con un patrón clásico de la ciudad, barrios que se consolidan alrededor de una iglesia, una plaza y un parque como espacios de comunidad. En 1916, por ejemplo, el gobierno dona una plazoleta en la que se levantaría la Iglesia Santa Teresita, inaugurada décadas después, un hito que terminó siendo un motor simbólico y práctico para la urbanización del entorno.

La primera delineación de calles se sitúa en 1929 y, poco después, nace la Calle 33, que con el tiempo se conocería como La Luz, por una pulpería famosa que funcionaba como referencia para orientarse y, según se recuerda, por estar asociada al último poste de luz del sector. La iniciativa oficial de urbanización arranca a finales de los años treinta y se extiende durante al menos una década. Hubo incluso un debate sobre el nombre, se pensó en Santa Teresita, pero los pobladores impulsaron Escalante para honrar a una familia vinculada a los terrenos.

Las casas que se construyen en los años cuarenta terminan de dar forma a la identidad del barrio, residencias para familias acomodadas, firmadas por arquitectos como Teodorico Quirós y Francisco Salazar, y una expansión que se alimenta de modelos de casas americanas desarrolladas por empresas de la época, muchas aún reconocibles en la trama urbana actual. En 1964 se inaugura el Parque Francia, en un terreno donado por la familia Robert, un pulmón barrial que sigue siendo punto de encuentro y que ayuda a explicar por qué, incluso con el auge gastronómico, Escalante conserva una dimensión de barrio vivido.

La transformación de Escalante hacia usos comerciales llega con fuerza a finales del siglo XX, con la migración de residentes hacia suburbios, herencias que cambian de manos y casas que pasan a convertirse en oficinas y negocios. Los restaurantes eran minoría aún en los noventa, pero el eje de la Calle 33 empieza a atraer propuestas y a construir reputación. Un hito clave fue la apertura de Olio en 2002, que muchos consideran un pionero del nuevo Escalante, cocina de calidad, un público amplio y un efecto llamada que animó a otros proyectos a instalarse en la zona.

La cocina como mapa: del café de especialidad a la nueva mesa costarricense

La fama actual de Escalante no se sostiene solo por tener muchos restaurantes, sino por cómo se come en el barrio. Aquí se percibe una Costa Rica contemporánea que conversa con lo internacional sin perder del todo el anclaje local. El barrio funciona como escaparate de una escena que apuesta por producto de temporada, por técnicas contemporáneas y por un relato culinario más ambicioso que el simple salir a cenar.

En esa mezcla de lo cotidiano y lo creativo encajan proyectos como Franco, donde el desayuno se convierte en un ejercicio de reinterpretación cuidando presentación y sabores, y Apotecario, que combina cocina y coctelería con ingredientes locales y elaboraciones artesanales. Son propuestas que dialogan con una idea muy propia de la ciudad, convertir casas y patios en espacios de encuentro.

Para quienes buscan una lectura más identitaria, hay nombres que se repiten en las conversaciones gastronómicas de San José. El chef Pablo Bonilla, por ejemplo, ha colocado a Sikwa en el radar de viajeros que quieren entender la cocina costarricense desde un enfoque contemporáneo, con atención al origen del ingrediente y a la temporalidad del producto. En el barrio, este tipo de restaurantes operan casi como embajadas culturales, lugares donde la comida funciona como lenguaje sobre territorio, memoria e innovación.

El café, por supuesto, es otra forma de entrar en Costa Rica. En Escalante, uno de los puntos emblemáticos es Cafeoteca, antes conocida como Kalú, un espacio que ayudó a consolidar el barrio como lugar para sentarse, probar y conversar, con métodos de preparación que han contribuido a popularizar el café de especialidad entre locales y visitantes.

La diversidad se amplía con cocinas del mundo que se han integrado en el tejido del barrio, propuestas como FAQRA, de inspiración libanesa, o Sofía Mediterráneo, donde la experiencia puede incluir música y un componente escénico. Esa convivencia de estilos, lo local reinterpretado, lo internacional bien ejecutado, lo informal y lo sofisticado, explica que Escalante sea una de las mejores respuestas a la pregunta habitual del viajero en San José, dónde se come bien y se siente ciudad.

Un barrio de cultura y arte compartido

Feria de artesanía en La Aduana

Escalante se entiende mejor cuando se recorre de noche, pero también cuando se mira como un barrio que está intentando ordenar su éxito. El propio planteamiento del Plan Maestro y del Paseo Gastronómico La Luz habla de convivencia y de zona mixta, la necesidad de equilibrar vida residencial y actividad comercial, de mejorar la experiencia peatonal, la seguridad y la legibilidad del eje. En el documento del proyecto se distinguen incluso grandes áreas de vocación cultural, gastronómica y de diseño dentro de la misma zona, una forma de reconocer que el barrio no quiere ser únicamente un corredor de restaurantes, sino un distrito urbano completo.

Esa dimensión de barrio como experiencia se apoya en iniciativas colectivas. Distrito G, por ejemplo, se presenta como una estructura asociativa para coordinar e incentivar el desarrollo cultural y económico de Barrio Escalante, conectando arte, cultura y gastronomía bajo una plataforma común. En la práctica, esa red se traduce en mercados, talleres, actividades culturales y eventos que invitan a descubrir Escalante más allá de reservar mesa.

Ximena Esquivel es una de las artesanas que tiene su estudio en este barrio

Espacios como Jardín de Lolita ilustran bien esta filosofía, una comunidad de emprendedores donde conviven gastronomía, arte y diseño, con múltiples cocinas y espacios al aire libre que funcionan como una plaza contemporánea. A esta cultura de encuentro se suma uno de los elementos más visibles del Escalante actual, la cerveza artesanal y los gastropubs. Propuestas como Costa Rica Beer Factory, con amplios espacios al aire libre, o Wilk.cr, instalado en un edificio histórico, funcionan como puntos de encuentro donde la bebida se combina con un ambiente social relajado y participativo.