Si hace tan solo unas semanas Ediciones El Viso presentaba en el Museo del Prado el primero de los cuatro volúmenes del catálogo razonado del pintor valenciano, el pasado 5 de diciembre el Palau Martorell inauguró En el mar de Sorolla con Manuel Vicent, una muestra extraordinaria consagrada a una de las miradas más luminosas y personales de la pintura española. Lo hace, además, desde una perspectiva expositiva poco habitual: el escritor valenciano Manuel Vicent, definido a menudo como “el Sorolla de nuestras letras”, firma el comisariado literario de la exposición.
Vicent ha trazado un sugerente diálogo entre la pintura y la literatura, construyendo un itinerario visual que es, al mismo tiempo, memoria personal, reflexión estética y homenaje sentimental al pintor, al Mediterráneo, a sus paisajes y a sus gentes.
La muestra, que podrá visitarse hasta el 6 de abril de 2026, reúne 86 obras maestras de Joaquín Sorolla, entre ellas algunas tan emblemáticas como La llegada de las barcas, La hora del baño, El balandrito o Pescadora con su hijo.
Un diálogo entre dos miradas mediterráneas

Ambos creadores comparten raíces, paisajes y una sensibilidad común nacida de la costa levantina. Para José Félix Bentz, CEO y cofundador del Palau Martorell, Sorolla “supo captar, como pocos lo han hecho, los matices de la luz mediterránea, preservando su intensidad y exaltando su energía”. Y es precisamente en ese mar, el Mediterráneo, “donde confluyen los dos artistas, pintor y escritor, hermanados por una mirada naturalista, resplandeciente, casi cegadora”.
Allí aparece Manuel Vicent con su literatura, con sus recuerdos y vivencias, con sus reflexiones en torno al mar, sus gentes y sus escenarios. “El mar de Sorolla se convierte en un espacio de creación literaria para Vicent”, subraya Enrique Varela Agüí, director del Museo Sorolla.
Escenarios de un mismo mar

Recuerda el escritor el primer verano de su vida, cuando apenas tenía tres meses y estaba junto al mar. Tal vez entonces, dice, “mi cerebro hubiera absorbido de forma inconsciente el resplandor ofuscante del sol en la arena, la brisa de sal que expandía el olor a algas y a calafate de las barcas de pesca varadas, el sonido rítmico del oleaje…”.
Este texto evocador introduce al visitante en un recorrido estructurado en cuatro secciones, que abordan la relación de Sorolla con el mar desde la infancia hasta la adolescencia; el Mediterráneo como escenario dramático y también burgués; y su contemplación como una forma de espiritualidad.
En la primera sección aparecen algunos de los lienzos más luminosos de Sorolla, con niños jugando y bañándose en la playa, como Saliendo del baño o Muchacho en la orilla del mar, escenas que conservan la inocencia de un verano eterno. En la segunda, la felicidad da paso al drama naturalista de las gentes faenando en la playa del Cabanyal. Aquí el mar deja de ser descanso y placer, y aparecen obras tan emblemáticas como Las velas, La llegada de las barcas, Cordeleros o Pescadora con su hijo, cuadros que reflejan la dignidad solemne de las gentes del mar.
Un mar de contrastes

Cuenta Manuel Vicent —y pinta Sorolla— cómo, a comienzos del siglo XX, la playa del Cabanyal era un pequeño mundo donde convivían dos veranos bien distintos: el de los burgueses que veraneaban en casas de estilo colonial y el de los pescadores que habitaban barracones humildes. “Unos llevaban pamelas o sombreros de Panamá y vestían telas blancas de dril; otros iban descalzos y escondían una navaja en la faja”.
Sorolla, testigo privilegiado de esa mezcla social, la retrata con una paleta casi bicolor dominada por blancos y azules. Su propia familia —su esposa Clotilde y sus hijos María, Elena y Joaquín— protagonizan algunos de los lienzos expuestos que retratan este mundo burgués junto al mar.


Museo Sorolla
El viaje, y la exposición, concluyen en Xàbia, el lugar que Sorolla descubrió en 1896 y que lo deslumbró hasta el punto de escribir a Clotilde: “Jávea sublime, inmensa, lo mejor que conozco para pintar. Supera todo”. La narración de Vicent recupera aquí la belleza del mar como forma de espiritualidad y recuerda que los valores universales también se encuentran en los placeres sencillos.
Esta última parada reúne obras en las que la naturaleza se impone en silencio, despoblada de figuras humanas, hecha solo de luz y paisaje, como Isla del Portichol, Cabo de San Antonio, Noria o Jávea.

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