Existen infinidad de formas de abordar la creatividad en el arte. Tantas como artistas. Hay movimientos, corrientes, maestros, escuelas, pero cada autor se enfrenta a su obra en soledad. Todos comparten eso. Sin embargo, solo unos pocos logran destacar. Son aquellos que, sin renunciar a las influencias, consiguen aportar una perspectiva diferente, enriquecedora. Helen Frankenthaler (Nueva York, 1928 – Connecticut, 2011) es una de esas criaturas excepcionales que supo trascender sus fuentes de inspiración para desarrollar un estilo personalísimo, definido fundamentalmente por una libertad absoluta.

Helen Frankenthaler: Pintura sin reglas, organizada por la Fondazione Palazzo Strozzi y la Helen Frankenthaler Foundation, en colaboración con el Museo Guggenheim de Bilbao, es un merecido homenaje a la obra de la pintora norteamericana, una figura clave en la transición del expresionismo abstracto a la pintura de campos de color (Color Field Painting). La muestra, que se prolongará hasta el próximo 28 de septiembre, explora su extensa trayectoria a través de un interesante recorrido cronológico que abarca, década a década, desde los años cincuenta hasta los 2000. En ella se pueden contemplar treinta abstracciones poéticas creadas por Frankenthaler entre 1953 y 2002, además de una selección de pinturas y esculturas de algunos de sus coetáneos, como Jackson Pollock, Mark Rothko, Anthony Caro, Morris Louis, Robert Motherwell, Kenneth Noland y David Smith, destacando así las sinergias generadas entre ellos.

Una vocación temprana

Helen Frankenthaler en su estudio de la Tercera Avenida de Nueva York, 1960. Foto Walter Silver © The New York Public Library/ Helen Frankenthaler Foundation

Hija de Alfred Frankenthaler, juez del Tribunal Supremo del Estado de Nueva York, y de Martha Lowenstein, una inmigrante alemana, empezó a interesarse por la pintura desde pequeña. El contexto familiar, la élite económica y cultural de Manhattan, favoreció su vocación y le permitió disfrutar de una educación privilegiada. Primero en la Escuela Dalton con el pintor mexicano Rufino Tamayo, y más tarde en el Bennington College de Vermont con Paul Feeley como maestro.

Poco a poco, a principios de la década de 1950, se fue abriendo paso en los círculos artísticos, entrando en contacto con las principales figuras de la Escuela de Nueva York, con quienes compartía su pasión por lo experimental. Las sugerentes imágenes subliminales que brotaban de las abstracciones gestuales de las pinturas de Jackson Pollock le causaron una gran impresión. Según los responsables de la muestra, la abstracción provocada por la espontaneidad del dibujo se ajustaba al temperamento artístico de Frankenthaler como medio para proyectar su imaginación sin mostrarse por completo. Para ella la ambigüedad resultaba esencial: “deseaba que sus imágenes siguieran siendo misteriosas, como poemas, que significaran cosas distintas para personas distintas”.

Pero mientras que otros expresionistas abstractos solían utilizar trazos violentos e impulsivos y una paleta cromática dramática y algo limitada, Helen Frankenthaler desarrolló un lenguaje propio. Sin caer en la complacencia, abrazó una estética más lírica y poética, más colorista.

Su extraordinario talento ya es patente en los cuadros de su primera etapa, como Montañas y mar (1952), una de sus obras más significativas, o Pared abierta (1953), de la que su autora dijo que comenzó como “un experimento para crear algo así como una sensación de espacio límite… Al final, la columna vertebral del cuadro, lo que hace que una responda, tiene muy poco que ver con el tema en sí, y más bien con la interacción de espacios y la yuxtaposición de formas”.

Crear “sin reglas”

La evolución de su estilo solo se puede entender correctamente si se tiene en cuenta el contexto sociocultural y si nos situamos en el ambiente donde se realizó. Los veranos que pasaba en Cabo Cod, en Provincentown (Massachusetts), junto a su primer marido, el también pintor Robert Motherwell, en la década de 1960, imprimieron un nuevo rumbo a su pintura. Por ejemplo, las coloridas nubes de Tutti-Frutti (1966) emanan optimismo, mientras que los volúmenes de The Human Edge (1967) exploran la abstracción mediante la forma y el color.

Las vacaciones estivales eran también una oportunidad para reunirse con amigos. El escultor David Smith era uno de ellos. Al igual que Frankenthaler, creía que no había normas cuando se trataba de crear. ¡No hay reglas! era el mantra que implicaba “no ser nunca complaciente en la forma de crear arte, en los materiales utilizados o en el aspecto que pudiera tener. Las obras podían ser sombrías pero también alegres”.

Evolución constante

Mark y Mell Rothko también formaban parte del círculo más cercano de la pareja. Si Pollock había sido un referente fundamental en su primera etapa, Rothko lo fue en la década de los sesenta. Su figura fue el catalizador de “otro tipo de imagen abstracta”. Aun con las influencias, la búsqueda de la independencia creativa, su permanente curiosidad y su asombrosa disposición para experimentar con distintos materiales y métodos fueron una constante a lo largo de toda su trayectoria, y así lo refleja la magnífica exposición del Museo Guggenheim de Bilbao.

Y es que Helen Frankenthaler se retaba constantemente, provocando de alguna manera su evolución. Como en los setenta, cuando trascendió los límites del método de las manchas hasta niveles asombrosos, vertiendo, pintando y dibujando con total confianza, con total libertad. Su trayectoria artística fue un continuo proceso de experimentación técnica y formal. Lo que nunca cambió es la lírica, la belleza que impregna toda su obra. “Con el tiempo, nos vamos quedando con lo mejor”, decía. Su legado es el fruto de esta bella premisa.